Prólogo
―Cuidado. Vigilad dónde ponéis el
pie.
El
veterano general de la legión desconfiaba de todo cuanto había a su alrededor.
En aquel extraño lugar los miedos de los hombres cobraban nuevas formas a cada
paso y las sombras que acechaban tras cada esquina eran verdaderamente densas e
inquietantes. Jamás se habían internado en una oscuridad como aquella.
―¿Estamos
ya cerca de la reliquia? ―preguntó el general a la enjuta figura que encabezaba
la expedición.
Era la
primera vez que ponían un pie el lugar, pero Worlun, el hechicero envuelto en
oscuros ropajes, los guiaba por aquellos misteriosos pasadizos sin dudar, como
quien se mueve por su propia casa. No contestó de inmediato; cuando lo hizo, su
voz gélida erizó la piel de quienes se hallaban lo suficientemente cerca para
escucharla.
―Paciencia,
Brennus, mi buen amigo. Paciencia.
―Mis
hombres están intranquilos. Les da miedo este sitio.
Una media
sonrisa apareció en el rostro de Worlun. «Hacen bien en temer a las fuerzas que
moran en este lugar», pensó. Y, desde luego, él mejor que nadie sabía por qué.
No eran
más de diez hombres los que habían descendido al subsuelo. El resto de la
legión permanecía en la superficie de la antigua ciudad, que ahora era poco más
que un amasijo de ruinas y restos prácticamente devorados por la vegetación
tras siglos ―quizá milenios― de abandono. Pero había otra ciudad bajo los templos
antiguos, los palacios derruidos y las maltrechas viviendas: una maraña de
lóbregos y estrechos pasillos, escaleras de desgastados peldaños y estancias
que albergaban secretos antiguos y peligrosos. Y era precisamente esa parte de
la ciudad la que despertaba el interés del hechicero.
El
general Brennus avanzaba tratando de ocultar su nerviosismo. Intentaba dar
ejemplo para que los hombres mantuviesen la calma, pero sentía una extraña
agitación cada vez que sus dedos rozaban las piedras milenarias que daban forma
a esos pasillos. ¡Cuánto tiempo llevarían en aquel lugar contemplando el ir y
venir de generaciones! Quizá hasta fuesen conscientes de los secretos que
ocultaban. Brennus nunca había creído las fantasiosas historias de la era en
que los dioses habitaban la tierra ―la misma tierra en la que ahora ellos se adentraban―,
ni había dado crédito a los cuentos sobre los fabulosos objetos que todavía
existían de aquella época. Eran sin duda entretenidas leyendas, sugerentes historias
que contar a los niños; o, al menos, eso era lo que había pensado toda su vida.
Pero ni el más escéptico podía seguir dudando tras hallarse en el centro mismo
de las leyendas: pudiendo verlas, tocarlas, sentirlas aún palpitantes. Vivas.
―No os
separéis ―ordenó Worlun―. Hemos llegado.
El grupo
se detuvo frente a un enorme arco de piedra. Tras él había una sala sumida aún
en la más absoluta oscuridad. Cuando el mago hizo una señal y los soldados que
portaban las antorchas se adelantaron, se fue revelando poco a poco ante ellos
una estancia que sobrecogía por su solemnidad. Era una amplia sala de planta
circular en cuyas paredes todavía podían distinguirse jeroglíficos muy
desdibujados por el paso de los siglos y textos escritos en una lengua largo
tiempo olvidada por el hombre. La luz que llevaban no alcanzaba a iluminar el
altísimo techo, por lo que no tenían la sensación de hallarse en un lugar
cerrado. Más de uno se sintió observado atentamente por las antiguas fuerzas
que habitaron aquel lugar, y esa sensación era sobrecogedora.
En el
centro de la sala había un sencillo altar que sostenía un objeto del todo
extraño. Cuando los apagados ojos del hechicero se posaron en él, brillaron de
repente con un destello de energía y excitación impropios en alguien de su
avanzada edad.
―¡Admirad
el inmenso poder de los dioses a través de sus reliquias! ―dijo acercándose al objeto
con movimientos reverentes. Ante la atónita mirada del grupo, Worlun se postró
delante del altar mientras susurraba una retahíla de versos en una lengua que,
aunque nadie de los presentes entendía, hizo que todos se estremeciesen.
―Si ya
tienes lo que querías, volvamos arriba ―le dijo Brennus―. Empiezo a estar harto
de este maldito lugar.
Una
ráfaga de ira cruzó el semblante de Worlun al verse interrumpido. Esos
ignorantes... ¡no tenían ni idea de lo importante que era ese objeto, ni sabían
cuántas generaciones llevaba perdido en la memoria del mundo! Pese a todo se
contuvo y, mientras se ponía de nuevo en pie, luchó consigo mismo para
conservar la calma. Aún no era el momento de imponerse del todo. Aún no.
Alargó su
brazo y, con ansiedad ―aunque también con cierto temor―, agarró la reliquia. A
simple vista no parecía un objeto especialmente poderoso. No era mucho más
grande que un puño cerrado, y estaba formado por dos piezas que se unían de tal
forma ―prácticamente fundiéndose― que era difícil decir dónde terminaba una y
dónde comenzaba la otra. La parte superior era una bola de cristal redonda de
tonos oscuros y violáceos que, como si fuese un globo ocular, iba incrustada
sobre una base que extendía sus nervios hacia arriba dibujando formas
caprichosas. El material de la base, por su parte, tenía un tacto frío e
inusualmente liso que no se parecía a ningún otro que el hechicero conociese.
Worlun había esperado notar el enorme poder del objeto nada más tocarlo, sentir
todo su cuerpo agitándose, pero nada de eso ocurrió.
«Duermes.
Descansas desde hace una eternidad. Esperas...»
―¡Vamos!
¡Volvamos por donde hemos venido!
―¿He de
recordarte que soy yo quien está al mando de esta expedición, general? ―gritó
Worlun exasperado. Los ecos de su voz rebotaron de una pared a otra reforzando
el mensaje de autoridad y se perdieron en la oscuridad que había sobre sus
cabezas. Brennus, sin embargo, no se amedrentó como el resto de los soldados.
Como buen general curtido en cientos de batallas, aún se envalentonaba más cuando
alguien se atrevía a contravenir sus órdenes; especialmente si se trataba de uno
de esos enclenques hechiceros del este, por quienes no sentía la más mínima
simpatía.
―Hemos
venido a por eso y ya lo tienes ―dijo señalando la reliquia―. Este lugar es
extraño y peligroso, Worlun. Mis hombres necesitan volver a la superficie.
El mago
observó los rostros temblorosos y pálidos del grupo. Una sonrisa de
superioridad empezó a dibujarse en sus labios agrietados. «Pobres necios», pensó.
―Está
bien, general. Volvamos arriba con los demás.
Los
hombres recibieron aquellas palabras con agradecido entusiasmo. Deseaban sentir
de nuevo el aire fresco en sus rostros, necesitaban ver el sol y olvidar lo
antes posible esa inquietante penumbra. Los soldados que sujetaban las
antorchas ocuparon sus puestos y enseguida el grupo se dispuso a deshacer el
camino andado.
Pero, antes
de abandonar aquella sala, el hechicero se volvió y admiró de nuevo los
extraños dibujos y los textos de las paredes, dejándose imbuir por sus misterios
y poderes un poco más. Después bajó la mirada y observó el extraordinario
objeto que, tras incontables años de olvido, llevaba consigo de vuelta a la
superficie.
Duermes. Descansas. Esperas...
Pero pronto despertarás.
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