lunes, 1 de febrero de 2016

Wolfrath: el ojo de los mundos (preview)

Prólogo


―Cuidado. Vigilad dónde ponéis el pie.
El veterano general de la legión desconfiaba de todo cuanto había a su alrededor. En aquel extraño lugar los miedos de los hombres cobraban nuevas formas a cada paso y las sombras que acechaban tras cada esquina eran verdaderamente densas e inquietantes. Jamás se habían internado en una oscuridad como aquella.
―¿Estamos ya cerca de la reliquia? ―preguntó el general a la enjuta figura que encabezaba la expedición.
Era la primera vez que ponían un pie el lugar, pero Worlun, el hechicero envuelto en oscuros ropajes, los guiaba por aquellos misteriosos pasadizos sin dudar, como quien se mueve por su propia casa. No contestó de inmediato; cuando lo hizo, su voz gélida erizó la piel de quienes se hallaban lo suficientemente cerca para escucharla.
―Paciencia, Brennus, mi buen amigo. Paciencia.
―Mis hombres están intranquilos. Les da miedo este sitio.
Una media sonrisa apareció en el rostro de Worlun. «Hacen bien en temer a las fuerzas que moran en este lugar», pensó. Y, desde luego, él mejor que nadie sabía por qué.
No eran más de diez hombres los que habían descendido al subsuelo. El resto de la legión permanecía en la superficie de la antigua ciudad, que ahora era poco más que un amasijo de ruinas y restos prácticamente devorados por la vegetación tras siglos ―quizá milenios― de abandono. Pero había otra ciudad bajo los templos antiguos, los palacios derruidos y las maltrechas viviendas: una maraña de lóbregos y estrechos pasillos, escaleras de desgastados peldaños y estancias que albergaban secretos antiguos y peligrosos. Y era precisamente esa parte de la ciudad la que despertaba el interés del hechicero.
El general Brennus avanzaba tratando de ocultar su nerviosismo. Intentaba dar ejemplo para que los hombres mantuviesen la calma, pero sentía una extraña agitación cada vez que sus dedos rozaban las piedras milenarias que daban forma a esos pasillos. ¡Cuánto tiempo llevarían en aquel lugar contemplando el ir y venir de generaciones! Quizá hasta fuesen conscientes de los secretos que ocultaban. Brennus nunca había creído las fantasiosas historias de la era en que los dioses habitaban la tierra ―la misma tierra en la que ahora ellos se adentraban―, ni había dado crédito a los cuentos sobre los fabulosos objetos que todavía existían de aquella época. Eran sin duda entretenidas leyendas, sugerentes historias que contar a los niños; o, al menos, eso era lo que había pensado toda su vida. Pero ni el más escéptico podía seguir dudando tras hallarse en el centro mismo de las leyendas: pudiendo verlas, tocarlas, sentirlas aún palpitantes. Vivas.
―No os separéis ―ordenó Worlun―. Hemos llegado.
El grupo se detuvo frente a un enorme arco de piedra. Tras él había una sala sumida aún en la más absoluta oscuridad. Cuando el mago hizo una señal y los soldados que portaban las antorchas se adelantaron, se fue revelando poco a poco ante ellos una estancia que sobrecogía por su solemnidad. Era una amplia sala de planta circular en cuyas paredes todavía podían distinguirse jeroglíficos muy desdibujados por el paso de los siglos y textos escritos en una lengua largo tiempo olvidada por el hombre. La luz que llevaban no alcanzaba a iluminar el altísimo techo, por lo que no tenían la sensación de hallarse en un lugar cerrado. Más de uno se sintió observado atentamente por las antiguas fuerzas que habitaron aquel lugar, y esa sensación era sobrecogedora.
En el centro de la sala había un sencillo altar que sostenía un objeto del todo extraño. Cuando los apagados ojos del hechicero se posaron en él, brillaron de repente con un destello de energía y excitación impropios en alguien de su avanzada edad.
―¡Admirad el inmenso poder de los dioses a través de sus reliquias! ―dijo acercándose al objeto con movimientos reverentes. Ante la atónita mirada del grupo, Worlun se postró delante del altar mientras susurraba una retahíla de versos en una lengua que, aunque nadie de los presentes entendía, hizo que todos se estremeciesen.
―Si ya tienes lo que querías, volvamos arriba ―le dijo Brennus―. Empiezo a estar harto de este maldito lugar.
Una ráfaga de ira cruzó el semblante de Worlun al verse interrumpido. Esos ignorantes... ¡no tenían ni idea de lo importante que era ese objeto, ni sabían cuántas generaciones llevaba perdido en la memoria del mundo! Pese a todo se contuvo y, mientras se ponía de nuevo en pie, luchó consigo mismo para conservar la calma. Aún no era el momento de imponerse del todo. Aún no.
Alargó su brazo y, con ansiedad ―aunque también con cierto temor―, agarró la reliquia. A simple vista no parecía un objeto especialmente poderoso. No era mucho más grande que un puño cerrado, y estaba formado por dos piezas que se unían de tal forma ―prácticamente fundiéndose― que era difícil decir dónde terminaba una y dónde comenzaba la otra. La parte superior era una bola de cristal redonda de tonos oscuros y violáceos que, como si fuese un globo ocular, iba incrustada sobre una base que extendía sus nervios hacia arriba dibujando formas caprichosas. El material de la base, por su parte, tenía un tacto frío e inusualmente liso que no se parecía a ningún otro que el hechicero conociese. Worlun había esperado notar el enorme poder del objeto nada más tocarlo, sentir todo su cuerpo agitándose, pero nada de eso ocurrió.
«Duermes. Descansas desde hace una eternidad. Esperas...»
―¡Vamos! ¡Volvamos por donde hemos venido!
―¿He de recordarte que soy yo quien está al mando de esta expedición, general? ―gritó Worlun exasperado. Los ecos de su voz rebotaron de una pared a otra reforzando el mensaje de autoridad y se perdieron en la oscuridad que había sobre sus cabezas. Brennus, sin embargo, no se amedrentó como el resto de los soldados. Como buen general curtido en cientos de batallas, aún se envalentonaba más cuando alguien se atrevía a contravenir sus órdenes; especialmente si se trataba de uno de esos enclenques hechiceros del este, por quienes no sentía la más mínima simpatía.
―Hemos venido a por eso y ya lo tienes ―dijo señalando la reliquia―. Este lugar es extraño y peligroso, Worlun. Mis hombres necesitan volver a la superficie.
El mago observó los rostros temblorosos y pálidos del grupo. Una sonrisa de superioridad empezó a dibujarse en sus labios agrietados. «Pobres necios», pensó.
―Está bien, general. Volvamos arriba con los demás.
Los hombres recibieron aquellas palabras con agradecido entusiasmo. Deseaban sentir de nuevo el aire fresco en sus rostros, necesitaban ver el sol y olvidar lo antes posible esa inquietante penumbra. Los soldados que sujetaban las antorchas ocuparon sus puestos y enseguida el grupo se dispuso a deshacer el camino andado.
Pero, antes de abandonar aquella sala, el hechicero se volvió y admiró de nuevo los extraños dibujos y los textos de las paredes, dejándose imbuir por sus misterios y poderes un poco más. Después bajó la mirada y observó el extraordinario objeto que, tras incontables años de olvido, llevaba consigo de vuelta a la superficie.

Duermes. Descansas. Esperas...

Pero pronto despertarás.




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